Walter White, mítico protagonista de la laureadisísima serie Breaking Bad, definía en su episodio piloto la química como “el estudio del cambio”. Este sutil y prematuro spoiler que nos brindan los guionistas, en una serie que continuará documentando el viraje de este pobre profesor de instituto hacia la posición de CEO de Metanfetamina S.L., es además una gran definición de un área del saber muy amplia. Siguiendo la estela del bueno de Bryan Cranston, el concepto de “energía”, tan omnipresente como abstracto, podríamos definirlo como “aquello que hace falta para que algo cambie”.
Si abandonamos el aula del señor White y viajamos unos 250 años atrás, nos encontraremos con la que algunos consideran como la primera transición energética que acometió la Humanidad. A través de ella, se dejaría parcialmente de lado la quema de leña para comenzar a usar carbón, el cual además permitiría, máquina de vapor mediante, utilizar esa energía calorífica de novedosas formas. Después vendrían otras transiciones: del carbón pasaríamos al petróleo; del petróleo, al gas natural; del gas natural, a las renovables. Este simplismo no pretende negar un hecho evidente: nunca una fuente de energía ha sido completa y repentinamente sustituida por otra, sino que han coexistido temporalmente diversas fuentes, hasta que una de ellas ha ido incrementando su uso*.
Flashforward: es 2025, y nuestro querido narco-profe cría malvas desde hace más de una década. Hablar hoy de transición energética es hablar de renovables. El petróleo y sus derivados se encuentran en su etapa final. Quien confíe en el sistema argumentará que esto sucede por previsión, por ser conscientes del problema del efecto invernadero, por sostenibilidad y por amor al planeta. Quien sea más escéptica, pensará que en realidad esto sólo se debe al hecho de que extraer estos recursos pronto dejará de ser rentable, energética y económicamente. Sea como fuere, la Unión Europea dibuja hojas de ruta que la doten de autonomía en este campo. El gobierno del estado español se suma a este capitalismo verde, que afirma que se puede crecer infinitamente en un planeta con recursos finitos, aunque para ello tenga que ocultar que se continúan desarrollando políticas extractivistas neocoloniales: es decir, fomentando la existencia de flujos económicos, energéticos y materiales desiguales entre el norte y el sur del planeta.
¿Pero, acaso esto sólo ocurre a escala global?
Hoy, en Castilla y León, hay 4 plantas de biogás funcionando.
Hace un año, existían más de 40 proyectos en tramitación. En mayo de 2025, más de 100.
La idea detrás de esta tecnología es la siguiente: si coges residuos orgánicos casi de cualquier tipo (purines, cadáveres de animales, restos de paja…), y los introduces en contenedores con bacterias metanógenas (que “comen” materia orgánica y expulsan metano), puedes obtener “biogás”. Este biogás se puede quemar para producir calor, o se puede purificar para usarlo como si fuera gas natural. A priori, no suena mal. Das salida a residuos, obtienes un producto de interés energético, y de paso produces “digestatos”, que es como se denomina al resto sólido que se obtiene, y que se puede usar como fertilizante. Parece interesante. Es, de hecho, interesante. ¿Por qué, entonces, y en menos de un año, se ha articulado todo un frente popular que se opone a estas industrias en el medio rural castellano?
Por diversos motivos, que aquí serán divididos en dos: técnicos, y políticos.
Técnicos, porque la falta de una legislación hace que las empresas impulsoras de estos proyectos cometan “errores” (que uno podría categorizar más bien como negligencias o incluso tomaduras de pelo, si se despierta con el pie izquierdo). Entre otras cuestiones está la ubicación errónea de las plantas, demasiado cercanas a colegios, residencias de ancianos, o núcleos urbanos en general. Un ejemplo de ello son los sendos proyectos que tanto Bioenergy como Iberdrola están intentando llevar a cabo en la burgalesa localidad de Milagros, con una más que evidente oposición vecinal. Por otro lado, está la cuestión del dimensionado; es decir, cómo de grandes son estas plantas. La tecnología del biogás puede implementarse a pequeña escala, para dar salida al estiércol producido por una decena de cerdos; pero también puede escalarse a tamaños varios órdenes de magnitud mayores, llegando a existir macroplantas que gestionan más de 200.000 toneladas de residuos anuales. Suponiendo que un cerdo produce aproximadamente 1 tonelada al año, resulta sencillo ver que, aunque la tecnología sea la misma, los problemas asociados, y la utilidad serán muy diferentes.
Traer en camiones los residuos agroganaderos de todo el territorio del estado español, además de insostenible en la zona donde se concentran, es insostenible a nivel global por la emisión de CO2 que este transporte implica.
Por no hablar de que el modelo de industria del biogás que se está poniendo sobre la mesa sirve para apuntalar un sistema ganadero intensivo que, como mínimo, debería disminuir su tamaño. De ahí la importancia de plantear instalaciones de biogás pequeñas y cercanas a donde ya se están produciendo esos residuos.
“¿El alma? No hay nada que no sea química aquí.” – responderá Mr. White ante la posibilidad planteada por su pareja acerca de que sea eso precisamente lo que les falta para entender unas cuentas, mientras ecuaciones aparecen esbozadas en una pizarra verde. Este parece ser también el planteamiento de muchas de las multinacionales energéticas que llenan Castilla de macroproyectos energéticos. Defienden a capa y espada el carácter sostenible de la industria del biogás, mientras obvian conceptos que deberían ser absolutamente centrales en este proceso de transformación eco-social (como lo denominaría Marina Grós, de Ecologistas en Acción), veladamente llamado “transición energética”. Que existe una necesidad imperiosa de sustituir las energías no renovables (carbón, petróleo, gas natural…) por energías renovables (solar, eólica, biocombustibles…) es innegable. Que es un deber de la clase política vigilar y obligar a las empresas a que esta transformación social se realice de manera justa, sostenible, y transparente, también lo es.
Exigir que se lleven a cabo procesos de participación ciudadana en los pueblos y ciudades donde se deseen implantar estas industrias, analizar de manera objetiva los potenciales perjuicios, y ofrecer una reparación a quienes los sufrirán, son sólo algunos de los primeros pasos que han de darse en esa dirección.
Del mismo modo, y para poder empezar a hablar de una transición energética verdaderamente sostenible, lo que se debe replantear es nuestro sistema económico en su totalidad, reducir el consumo de materiales y energía, decrecer el tamaño de muchos de los sectores económicos más pujantes, e impulsar otros, quizás no tan rentables desde un punto de vista monetario; pero infinitamente más relevantes si lo que se desea es garantizar una vida digna a todas las personas. Hacer negocio con la energía ya resulta conceptualmente problemático. Que quienes paguen en dicho negocio sean quienes sufren las consecuencias del mismo es, sencillamente, demencial.